AL LARGUERO

Por: Alejandro Tovar Medina

Articulista invitado

Con afición para Dr. Jorge Mario Galván y Aarón Arguijo

El artista puede mirar donde los demás no podemos ver. Son seres virtuosos que merecen dirigir y guiar, con la sola presencia, con la emisión de las palabras que dejan la mar limpia, con el sentido de las acciones. Su encanto les otorga un poder que se recrea en el discurso, en el relato que crea ilusión, imaginación y sentimiento. Y si la vida la definimos como un catálogo de emociones, veremos que ellas nos sacan de la vida común y nos alejan de las voces de filósofos de la angustia.

En la vida solo se ve lo que se mira y solo se mira lo que se está preparado para ver; por ello, si uno ahora mismo pudiera trasladarse en el tiempo seguro escogería ir a la Sevilla de Ignacio Sánchez Mejías (1891-1934), torero temerario pero también personaje fuera de serie, porque amó el futbol y fue presidente del Betis Balompié. Fue un ciudadano generoso y así, por ello, presidente de la Cruz Roja local. Figura popular que era aclamado doquiera en su Sevilla natal.

La vida le ofrecía tanto que al gran diestro podía navegar por otros mares, donde solía avanzar hacia el valle de las sombras, como la poesía y la escritura de temas teatrales, sabía emocionar con su arte y lograba tener todos los focos sobre su persona, así que se adentró en el mundo de los poetas de su tiempo, que eran nada menos que los hombres históricos con la famosa Generación del 27, donde no había líderes porque todos eran grandes figuras.

En el ruedo era valiente de tiempo completo. Gustaba de poner banderillas esperando al toro, sentado en el estribo. No por desprecio a la muerte, sino porque el sentimiento enfrente del burel es como un duelo de pasiones, arte y misericordia. Era disparatado y delirante, un hombre a prueba por sí mismo, con un capote rojo como su sangre. Torero que iba de lo simbólico a lo real, siempre con lances de sabor a despedida e iba siempre repitiendo los rituales de la victoria.

Sánchez Mejías sostenía con su solo andar, con su señorío en la muleta, con la sonrisa hacia el tendido lo que decía: “la realidad es solo para gente con falta de imaginación”. Es claro que el pensamiento no tiene límites, y cuando un hombre enfrenta la vida y el burel con desenfado, denota la seguridad de su linaje, la calidad de sus recursos y la fuerza de su alma creativa.

Ignacio era artista de todo terreno. Fue mecenas de los entonces jóvenes poetas de la famosa Generación del 27, con fenómenos que trascienden hasta el tiempo que vivimos. Había nenes como Rafael Alberti (1902-1999), Vicente Alexandre (1898-1984), el monstruo Federico García Lorca (1898-1936), Dámaso Alonso (1898-1990), Emilio Prados (1899-1962), Gerardo Diego (1896-1987), Luis Cernuda (1902-1963). Llegó a reunirlos a todos en su finca Pino Montano, situada al norte de Sevilla, “en medio de un campo de flores”. Ahí celebraron fiestas y banquetes.

Influenciado por Freud y todo ese grupo él descolgó su propia vena poética, pero tuvo que ir a Manzanares en el lugar de Domingo Ortega y a las cinco de la tarde del 11 de agosto de ese 1934, cuando iniciaba con la muleta, fue sorprendido por Granadino, toro manso y astifino que le hizo garras el muslo derecho. Tras la hemorragia y traslado a Madrid, murió dos días después. Al tiempo, García Lorca lo inmortalizó con su poema “El llanto”. Fue como un canto desesperado con un escenario especial e íntimo durante un tiempo secreto después de un choque emocional.

En la vida todo se condiciona por las creencias, y somos como pinturas de trazos nerviosos pero los artistas en forma especial, confieren a sus paisajes de vida un gran dramatismo. Igual como las letras de García Lorca, desesperadas: “Dile a la luna que venga, que no quiero ver la sangre de Ignacio sobre la arena”

X (Antes Twitter): @Tovar1TV